Nota aclaratoria. Este
artículo es la trascripción de una ponencia que pronuncié el 25 de
julio de 2006 en uno de los Cursos de Verano de El Escorial (“Occidente:
Razón y Mal”) organizado por la Universidad
Complutense de Madrid y patrocinado por la Fundación del BBVA. Estaba
previsto publicar las ponencias del curso en un libro financiado por
esta Fundación. Durante ya casi dos años mostraron todo tipo de
reticencias para la publicación de mi artículo, alegando
que no se trataba de censura ideológica, pues mi intervención había
carecido de “rigor académico y de seriedad científica”. Para no
perjudicar a los otros autores que participaban en el libro, accedí
varias veces a practicar la autocensura, limando expresiones
coloquiales y suavizando el tono en la versión escrita de mi ponencia.
Pero finalmente, han dejado claro que el libro no saldría si yo no
retiraba mi contribución. Hacía año y medio que estaba deseando quedar
liberado de mi compromiso, de modo que me alegro
de poder publicar por fin este texto por otras vías. Lo grave no es el
tiempo que se me ha hecho perder (desdichadamente el tema está lejos de
quedarse anticuado). Lo grave es que esta anécdota es un síntoma fatal
que anuncia un futuro muy nefasto para el
mundo académico y la Universidad pública. El proceso de Convergencia
Europea en Educación Superior, lo que se llama el “proceso de Bolonia”,
se articula sobre la subordinación de toda financiación pública a la
previa obtención de una financiación privada.
Así, en lugar de financiar el mundo académico con criterios
científicos, independientemente de la autoridad del mercado, se financia
con dinero público tan sólo aquellos proyectos que interesan al mundo
empresarial. Somos muchos los que llevamos advirtiendo
que esta mercantilización de la Academia supone el colapso de la
Universidad pública a medio plazo. Mi “competencia científica” y mi
“rigor académico”, por ejemplo, tendrían que haber sido juzgados
exclusivamente por los organizadores académicos del Curso
(o por los miembros del tribunal de oposiciones con el que gané en su
día la libertad de cátedra en tanto que profesor Titular de la UCM).
Repugna a la idea misma de Academia que una institución privada, un
Banco, tenga algo que opinar al respecto. Sin embargo,
esta es la situación que se está generalizando con el proceso de
Bolonia: la financiación privada tendrá en adelante la última palabra en
el mundo académico, condicionará los planes de estudios, los proyectos
de investigación, la distribución de departamentos,
facultades y escuelas. La Convergencia Europea es el equivalente de una
reconversión industrial en la Universidad. Es difícil entender cómo
puede haber quien no lo vea claro2.
Para ilustrar la anécdota con la Fundación del BBVA, he preferido
dejar el texto lo más parecido posible a la versión original del evento,
respetando el estilo oral de la intervención.
Ponencia:
Nuestro tema es “Occidente: Razón y Mal. El mal en la política”. Hay
que comenzar constatando una desorientación moral muy profunda. Esto es
algo que podemos apreciar fácilmente con tan solo que pensemos en lo que
a mí me parece un misterio insondable. Diez
millones de votantes del PP apoyaron la invasión de Iraq argumentando
que Sadam Hussein disponía de armas de destrucción masiva. El misterio,
lo que a mí me parece el enigma moral más profundo de lo que llevamos de
siglo, es que ahora que se sabe que jamás
hubo en Iraq armas de destrucción masiva, y ahora que, además, se sabe
que siempre se supo que no las había (ahora que se sabe que Bush, Blair y Aznar
mintieron)
de todos modos, esos diez millones de votantes van a seguir votando al
PP (y muchos
más millones a Blair y Bush). Se trata, como digo, de un misterio
insondable que, por cierto, nosotros tenemos la obligación de abordar,
pues para eso nos pagan a los profesores, investigadores, becarios y
catedráticos de ética. Nuestra obligación, si es que
queremos cumplir con nuestra profesión, es abordar la cuestión de qué
ha ocurrido con la consistencia moral contemporánea para que ocurran
esas cosas tan extrañas. Yo diría que todos deberíamos estar escribiendo
un libro que, por cierto, ya ha escrito Fernando
Savater:
Los diez mandamientos en el siglo XXI. Lo que pasa es
que ese libro es malo, pero malo con ganas. Pero su título es de lo más
oportuno: tiene que haber algo muy mal planteado en la manera en que
entendemos los mandamientos para que nuestra
conciencia moral haya enfermado hasta los límites nihilistas que
traspasan todos los días nuestros medios de comunicación. El delirio
moral en el que estamos sumidos es sólo comparable al descalabro que
causó la Iglesia católica durante el franquismo en la
conciencia de los españoles. Cuando yo era pequeño, era pecado ver
Lo que el viento se llevó,
y los adolescentes, según los padres de la iglesia, iban al infierno
por masturbarse. Sólo una secta de psicópatas puede perder hasta ese
punto el sentido
de las proporciones, pues en esa misma época se consideraba cosa
discutible si también deberían ir al infierno los policías de la
dictadura argentina que (en el cumplimiento de su deber) violaban,
torturaban y desaparecían a no pocos de esos adolescentes abocados
a las llamas del infierno. Para ser realistas, hay que decir que la
Iglesia no ha recuperado demasiado el sentido de las proporciones.
Aplicando sus peculiares parámetros, el papa Woytila, al que ahora
quieren canonizar, le daba la comunión a Pinochet y medio
excomulgaba a los teólogos de la liberación, dejándoles con el culo al
aire en una situación en la que muchos de ellos no tardarían en ser
asesinados. Tan sabia decisión se tomó por consejo del cardenal
Ratzinger, nuestro papa actual
3.
Ahora bien, no cabe duda de que el papel de los medios de comunicación
respecto del nihilismo contemporáneo es mucho más importante que el de
la Iglesia. Los periodistas y los intelectuales mediáticos son los
nuevos sacerdotes y obispos de este mundo secularizado
en el que se ha vuelto imposible distinguir el bien del mal. Y algo de
responsabilidad tendremos también en el mundo académico.
Probablemente, como consecuencia del bloqueo a Iraq a partir de la
primera guerra del golfo, murieron un millón y medio de personas
inocentes. Cerca de un millón más han muerto a causa de la guerra y de
la destrucción de infraestructuras. El país está sumido
en una guerra civil y sembrado de uranio empobrecido. En Iraq las
embarazadas ya no preguntan al médico si es niño o niña, sino si viene o
no con malformaciones. La gravedad de todo esto sólo es equiparable a
la gravedad de que todo esto esté ocurriendo mientras
conservamos nuestra tranquilidad de conciencia. Probablemente el
nihilismo nunca había llegado tan lejos entre nosotros ni había gozado
de tanta impunidad. Ni siquiera en esa situación tan vehementemente
denunciada por Hannah Arendt, lo que ella llamó “el
colapso moral de la población alemana”, una población que más o menos
sabía y no quería saber que sabía de la existencia de Auschwitz y que
con su indiferencia y su banalidad se hizo cómplice del holocausto. Los
campos de concentración sobre los que se levanta
nuestra tranquilidad de conciencia europea son demasiado grandes para
rodearlos con alambradas. Nos sale mucho más rentable rodearnos nosotros
mismos de alambradas: encerrarnos en una fortaleza inexpugnable,
materializar con púas y cuchillas la “solución final”
de nuestras leyes de extranjería, y dejar que la economía internacional
se encargue por sí sola de perpetrar el exterminio. No es sólo que esto
salga mucho más barato. Es que sale muy rentable, tan rentable que sus
efectos superan con mucho la audacia de los
surrealistas. La realidad se ha convertido en un chiste, en una broma
de mal gusto. Según el último informe de Naciones Unidas, por ejemplo,
resulta que el 1 % de la población adulta del planeta acapara el 40 % de
la riqueza mundial, mientras que en el otro
extremo el 50 % de la población apenas cuenta con el 1 % de la riqueza.
Cuando lees estos datos piensas que están equivocados. Claro que, según
un cálculo elemental, para que una de las 2500 millones de personas que
subsisten al día con 2 dólares diarios,
llegara a amasar, con el sudor de su frente, una fortuna como la de
Bill Gates, tendría que estar trabajando (ahorrando todo lo que ganara)
68 millones de años. Otro chiste: por un anuncio de zapatillas
deportivas Nike, Michael Jordan cobró más dinero del
que se había empleado en todo el complejo industrial del sureste
asiático que las fabricaba. Por supuesto que para que un absurdo tan
abyecto se encarne en la cruda realidad de cada día hace falta
administrar mucha violencia, cortar el planeta con muchas alambradas,
deslocalizar poblaciones, descoyuntar, en definitiva, el cuerpo entero
de la humanidad.
Es muy sintomático que Hannah Arendt esté hoy día tan de moda. Los
estantes de las librerías están repletos de libros de Arendt, se cita a
Arendt en el Parlamento, tenemos a Arendt hasta en la sopa. A todo el
mundo le resulta interesantísimo que un pueblo
entero, el pueblo alemán, colapsara moralmente en los años treinta del
pasado siglo XX. En cambio, se lee muy poco (de hecho, ni siquiera se le
traduce demasiado) a Günther Anders, quien fuera, por cierto, su
marido. Anders se ocupó más bien de denunciar la
continuidad de
ese colapso moral
entre nosotros, en la conciencia occidental en
general. Lo que le preocupaba era que nos habíamos vuelto analfabetos
emocionales y que eso nos abocaba a una abismo moral en el que todos nos
hacíamos cómplices de un holocausto cotidiano
e ininterrumpido. A mediados de los ochenta, Anders renegó del
pacifismo en el que había militado toda su vida de forma tan activa y
argumentó que la única solución era la violencia. “Hemos hecho todo lo
posible por convencer al mundo y está claro que no vale
de nada”. “El mundo no está amenazado por seres que quieren matar sino
por aquellos que a pesar de conocer los riesgos sólo piensan técnica,
económica y comercialmente”. La economía capitalista ha llevado el
planeta a un callejón sin salida
4.
La situación es tan grave que, hoy día –plantea Anders- el recurso a la
violencia por parte de los movimientos antisistema debe considerarse,
sin más,
legítima defensa. Estamos amenazados, la población
mundial está amenazada de muerte, por vulgares
hombres de negocios con aspecto inofensivo. “Considero ineludible que
nosotros, a todos aquellos que tienen el poder y nos amenazan, los
asustemos. No hay que vacilar en eliminar a aquellos seres que por
escasa imaginación o por estupidez emocional no se detienen
ante la mutilación de la vida y la muerte de la humanidad”. Estas citas
están sacadas de un libro titulado
Llámese cobardía a esta esperanza, que publicó una editorial marginal
5 que,
por supuesto, no ha gozado de la fortuna comercial de los editores de Hannah Arendt.
Günther Anders explica el insólito fenómeno de la tranquilidad de
conciencia contemporánea aludiendo a lo que el llama “el desnivel
prometeico”
6.
Es la idea de que, actualmente, somos capaces técnicamente de producir
efectos desmesurados con acciones insignificantes. Aprietas un botón y
una bomba cae sobre Hiroshima y mata a 200.000 personas. La
desproporción entre la acción y sus efectos es tan grande
que la imaginación se desorienta. Es imposible, por otra parte, vivir
emocionalmente la muerte de 200.000 personas. Los seres humanos estamos
hechos para sentir la muerte de un ser querido, incluso de bastantes
seres queridos y no queridos. Pero el número
200.000 no nos dice nada emocionalmente. Hannah Arendt contaba que,
durante su juicio en Jerusalén, el genocida Eichmann explicaba con
naturalidad que su trabajo consistía en aligerar el ritmo de la cadena
de exterminio de judíos. Así pues, desde su punto
de vista, era un éxito laboral el que, gracias a ciertas mejoras
técnicas en la rutina del exterminio, se lograra eliminar 25.000
personas al mes, en lugar de 20.000. Ahora bien, en una ocasión en que
unos testigos le acusaron de haber estrangulado a un muchacho
judío con sus propias manos, Eichmann perdió los estribos y se puso a
gritar desesperado que eso era mentira, “
que él nunca había matado a nadie”. Estrangular a una persona es insoportable para una conciencia moral normal, administrar la muerte de un
millón de personas es pura rutina.
Pero el problema es que siempre estamos ya, lo queramos o no,
apretando esos botones que producen efectos demasiado grandes para
nuestra capacidad de imaginar y de sentir. Susan George comparaba a los
ejecutivos que teclean pacíficamente en su ordenador
del Fondo Monetario Internacional con los pilotos de un B-52 que
aprietan los botones de un tablón de mandos para dejar caer toneladas de
bombas sobre una población civil. Probablemente los pilotos no pueden
representarse fácilmente el desajuste que hay entre
la insignificancia de su gesto sobre el tablero y la desmesura de sus
efectos, ahí abajo, sobre la ciudad bombardeada. Con mucha menos razón,
el ejército de ejecutivos que deciden sobre las medidas económicas que
se aplican a lo largo y ancho del planeta (y
el ejército de periodistas e intelectuales que les hacen el juego), no
están en condiciones de hacerse cargo moralmente de este “desnivel
prometeico” entre “su trabajo”, rutinario y pacífico, y el océano de
miseria y de dolor sobre el que están produciendo
sus efectos.
Anders responsabiliza a la complejidad de la técnica y la industria
de este “desnivel prometeico”. Yo diría que no se trata tanto de una
cuestión de complejidad técnica como de una cuestión de complejidad
estructural. Sea como sea, su intuición es acertada.
Cuando la voluntad está separada de sus efectos por una complejidad muy
grande, la voz de la moral se desconcierta por entero. En general
vivimos en un mundo tan complejo desde un punto de vista técnico y
estructural que todas nuestras acciones, incluso las
más aparentemente insignificantes, tienen unos efectos colaterales
imprevisibles. Dicho brevemente: estamos sumidos en una situación en la
que
no hay manera de saber lo que estás haciendo cuando haces lo que haces. Por supuesto, en estas condiciones,
la voz de la moral no sabe a qué atenerse. Es demasiado complejo distinguir entre el bien y el mal.
Voy a poner un ejemplo. Tengo aquí unas páginas de
El País7.
Son del 2 de septiembre de 2001, publicadas a todo color en la sección
de los domingos. La gente debió de leerlas mientras lavaba su coche o
desayunaba con su familia, a la salida de misa o durante una comida
campestre. Quizás sintieron que su conciencia caía
en un abismo ético... o quizás no sintieron nada. No se trataba de un
panfleto de extrema izquierda, de esos que se leen con escepticismo.
Era
El País, un reportaje sobre la guerra del Congo, por cierto
que muy bueno, de esos que se cuelan de vez en
cuando en los medios. El titular de la noticia decía: “Según Naciones
Unidas, el tráfico ilegal de coltan es una de las razones de una guerra
que, desde 1997, ha matado a un millón de personas”. En las minas de
coltan en la República Democrática del Congo,
se nos decía, trabajan niños esclavos. Los ejércitos de Ruanda y Uganda
se disputan el tráfico de este mineral sumiendo el país en una guerra
civil en la que nadie quiere pensar. El caso es que este mineral es
vital para el desarrollo de la telefonía móvil
y de las nuevas tecnologías. Por ejemplo, la escasez de este mineral
había provocado otro efecto dramático: la videoconsola Play Station 2
tuvo que posponer su lanzamiento al mercado, provocando grandes pérdidas
de beneficios a la casa Sony.
Mirado fríamente, es insólito que eso salga un día en
El País y al día siguiente todo siga igual. Es incluso enigmático. El otro día decían (también en
El País) que
los muertos de la guerra del Congo se calculan ya en cuatro millones.
Mientras
tanto, la videoconsola Play Station 2 ya se quedó anticuada y los
móviles siguieron desarrollándose vertiginosamente desde ese domingo en
que salió la noticia.
No es fácil saber hasta qué punto tenemos las manos manchadas de
sangre cada vez que llamamos por el móvil o que nuestro hijo juega a la
videoconsola. Sin duda que estamos metidos hasta las cejas en el
entramado estructural que genera esas guerras. Sin embargo,
llamar por el móvil es llamar por el móvil, no matar a nadie. Y por
supuesto, dejar de llamar por el móvil tampoco va a salvar la vida a
nadie. El móvil, bien mirado, es un invento magnífico ¿quién puede
negarlo? Si cuando llamo por el móvil estoy teniendo
una oscura e imprevisible relación intangible con no sé qué conflicto
sangriento de África, la culpa, desde luego, no la tiene el móvil, ni yo
por utilizarlo. No podemos evitar ser piezas de un engranaje muy
complejo, en el que todo está ligado entre sí por
caminos imprevisibles que nadie ha decidido. Esta complejidad, es
cierto, hace que, como decía Günther Anders, nunca podamos estar seguros
de lo que estamos haciendo cuando hacemos lo que hacemos. Nunca podemos
estar seguros de los efectos indirectos de nuestra
acción directa, como dice Franz J. Hinkelammert
8.
El problema es que cuando el mundo alcanza un determinado nivel de
complejidad, la máxima de no violar los mandamientos se convierte en una
receta envenenada. La propia moralidad se transforma en la gran
coartada de un mundo criminal. Todo el mundo llama
por el móvil y todo el mundo revienta en el Congo
sin que nadie viole los mandamientos.
Nadie tiene la culpa de que el mundo se haya convertido en algo tan
complejo. En esta complejidad insondable, por ejemplo, se amparan los
votantes del PP para considerar
que algo bueno tendrá incluso algo
evidentemente malo, como la
invasión de Iraq. Al final, todo será para bien. Hay cosas que parecen
muy dañinas para los seres humanos, pero que son muy buenas para que
vaya bien la economía. Y no hay que olvidar que
los seres humanos dependen a vida o muerte de su economía. Conviene,
por lo tanto, hacer las cosas que convienen a los que tienen la sartén
por el mango de la economía internacional. Conviene, pues, apoyar la
política de los Estados Unidos, y vuelta a empezar,
así con cualquier tema imaginable. Mientras tanto, todo el mundo puede
vivir con la conciencia tranquila: hasta donde nos llegan las narices,
no se ve que nadie haya violado ningún mandamiento.
Y sin embargo, por muy complejo que se haya vuelto en este mundo
distinguir el bien del mal, hay una cosa que seguro que es mala, y esta
cosa es, nada más ni nada menos,
el hecho mismo de que exista un mundo así.
Si vivimos en un mundo en el que “es
imposible saber qué es lo que realmente estás haciendo cuando haces lo
que haces”, entonces es que vivimos en un mundo muy malo. El lema de los
movimientos antiglobalización –“otro mundo es posible”, “otro mundo
tiene que ser posible”– se convierte en un imperativo
ético insoslayable. Es insoportable vivir en un mundo en el que basta
meter los ahorros en una cuenta corriente de Caja Madrid para tener que
preguntarte con cuántas ignominias y matanzas estás colaborando sin
saberlo. Es intolerable un mundo en el que te
tienes que alegrar de que en España se fabriquen bombas de racimo, pues
al menos en eso parece que sí que somos competitivos a nivel
internacional
9.
Sin duda alguna, el concepto más interesante que se forjó en la
reflexión ética y moral del siglo XX fue el concepto de “pecado
estructural”. Este concepto era la columna vertebral de la llamada
Teología de la Liberación y los que se ocuparon de pensarlo
eran fundamentalmente curas, obispos, cristianos de base que estaban
directamente comprometidos en cambiar un mundo injusto y criminal.
Mientras ellos se jugaban la vida y daban de lleno en la diana del
problema ético de nuestro tiempo, la filosofía académica
de izquierdas y de derechas estaba completamente en la Luna, haciendo
tonterías con los textos de Deleuze y de Foucault, ideando genialidades
para poner a discutir a Rawls con Habermas, a ver si así descubrían la
pólvora, y, también, cómo no, leyendo a Rorty
y cositas de parecido calado.
En este mundo las estructuras matan con mucha más eficacia y de forma
mucho más masiva que las personas. La capacidad de ser inmoral que
tienen las personas es casi patética comparada con la inmoralidad de las
estructuras. En estas condiciones, la cuestión
moral pertinente es
qué responsabilidad tenemos respecto a las estructuras.
La pregunta ya no puede ser ¿qué puedo hacer yo para no violar los
mandamientos en ese mundo que no llega más allá de mis narices? En un
mundo en el que las estructuras violan
los mandamientos con una eficacia colosal e ininterrumpida, es inmoral
limitarse a respetar los mandamientos…
y las estructuras. El
primer mandamiento, por el contrario, atañe a nuestra actitud respecto
de las estructuras. Y para responder a esta cuestión,
en primer lugar, hay que responder a esta otra ¿en qué consisten esas
estructuras? ¿De qué son estructuras esas estructuras? Así pues, en
primer lugar, deberíamos estar todos
estudiando economía. El
primer mandato moral debería ser: ponte a estudiar
economía y no pares hasta que no averigües en qué consiste este mundo. Y
mucho cuidado con dejarte engañar por la Escuela de Chicago, que de eso
también eres responsable. Si, por ejemplo, acabáramos por concluir que
la economía mundial puede ser llamada con
rigor y sentido la economía capitalista, lo que no cabe duda es que
nuestra máxima responsabilidad moral, inmediatamente después, sería
volvernos comunistas (al menos si llegamos a la conclusión de que ser
comunista es la manera adecuada de combatir el capitalismo).
Por supuesto que ese fue el camino que, muy a menudo, siguió la
Teología de la Liberación en Latinoamérica
10,
el camino que tanto escandalizó al cardenal Ratzinger. Una serie de
obispos latinoamericanos, de pronto, pusieron toda su red de catequistas
a estudiar economía, especialmente, crítica de la economía política.
Pusieron a todos sus feligreses a leer
El capital y
a estudiar marxismo. Lo demás se dejaba ya a la conciencia de cada uno.
Aunque no por casualidad la conciencia de cada uno aconsejaba montar
una guerrilla para combatir el sistema capitalista. El ejercito
zapatista del subcomandante Marcos, por ejemplo, no
cabe duda de que se montó desde la red de catequistas de la diócesis de
San Cristóbal de Las Casas.
En un mundo en el que las estructuras son mucho más inmorales de lo
que jamás pueden llegar a serlo las personas, la cuestión crucial no es
saber en qué medida somos piezas de ese engranaje estructural o en qué
medida podemos dejar de participar en él. Esto
es lo que a veces sugería Günther Anders, pero no es ni mucho menos
suficiente. Dejar de llamar por el móvil no vale absolutamente de nada y
dejar de consumir coca-cola, de casi nada. Puede que negarse a trabajar
en la industria del armamento valga para algo
si se consigue que ese gesto sirva de propaganda a los programas
políticos pacifistas. De lo contrario, ese gesto no sirve más que para
que corra un puesto la lista de parados que esperan a trabajar en
cualquier cosa y a cualquier precio. Retirar el dinero
de una cuenta de Caja Madrid si sospechas que esa entidad invierte
dinero en la producción de armamento no sirve de nada si luego es para
meterlo en el Banco de Santander, es decir, para confiar en el
humanitarismo de un sujeto como Emilio Botín. Y tampoco
es buena idea esconder tu birria de sueldo debajo de una baldosa.
La verdadera cuestión moral es qué responsabilidad tenemos en que
determinadas estructuras perduren y qué estaría en nuestra mano hacer
para sustituirlas por otras. Es obvio que eso pasa por la acción
política organizada y no por el voluntarismo moral que
intenta inútilmente apartarse de la maquinaria del sistema. No es a
fuerza de no mover las fichas o de moverlas lo menos posible como se
consigue dejar de jugar al ajedrez, si eso es lo que se pretende. Para
dejar de jugar al ajedrez y comenzar a jugar al
parchís hay que cambiar de tablero. Si no, lo único que se logra es
perder el juego, y el juego del ajedrez, no del parchís. No sé si se
capta el mensaje: vivimos en un mundo tan inmoral que no tiene
soluciones morales, aquí no valen más que soluciones políticas
y económicas muy radicales. Y la única cuestión moral relevante que
todavía tenemos sobre la mesa es la de qué tendríamos la obligación de
estar haciendo políticamente para que el mundo dejara de jugar en este
tablero económico genocida. La cuestión no es
la de si puedo beber menos coca cola o llamar menos por el móvil para
participar lo menos posible en esta matanza. La cuestión es cómo y de
qué manera atacar los centros de poder que la generan. Mi
responsabilidad en la matanza no es la de llamar por el móvil.
Mi responsabilidad es la de aceptar vivir en un mundo en el que llamar
por el móvil tiene algo que ver no sé con qué guerras en el continente
africano. Es el mundo lo que es intolerable, no nosotros. Pero sí es
intolerable que aceptemos de brazos cruzados
un mundo intolerable.
Es grotesca la indiferencia que ha habido en la reflexión ética de
los medios académicos europeos y estadounidenses hacia el concepto de
“pecado estructural” y, en general, respecto a toda la filosofía de la
Teología de la Liberación. Se trataba de lo único
interesante que parió el siglo XX en el campo de la ética, pero la
Academia estaba demasiado ocupada en intentar comprender a Derrida y en
hacer el payaso con el dilema del prisionero. Para ser justos, hay que
recordar que mucho antes de que la Teología de
la liberación planteara el problema, lo teníamos ya abordado con mucha
contundencia en la historia de la filosofía por filósofos como Jean Paul
Sartre o Bertolt Brecht. Claro que Sartre no está tan de moda como
Hannah Arendt, porque Sartre era comunista, así
es que se le lee bastante poco actualmente. Sartre había explicado muy
bien por qué la elección moral no tenía que ver con elegirnos buenos a
nosotros mismos, sino con elegir un mundo bueno. Elegir ser bueno en un
mundo en el que no se necesita pecar para
vivir de la injusticia que se comete sobre los demás, es, sencillamente
hacerte cómplice, no de un crimen, sino, como decía Anders, de “todo un
sistema de crímenes”.
11
1 Cahiers
pour une morale, Editions Gallimard, Paris, 1983, pág. 11.
2 Cfr.
Fernández Liria, Carlos / Alegre Zahonero, Luis: “La revolución
educativa. El reto de la Universidad ante la sociedad del conocimiento
“, Revista Logos, nº 37, Madrid, 2004. Cfr. también la siguiente página
web:
http://fs-morente.filos.ucm.es/convergencia/debate/inicio.htm
3 Ratzinger,
J.
Libertatis nuntius Instrucción sobre algunos aspectos de la "teologia de la liberación" (Congregación
para la Doctrina de la Fe, 6 Agosto 1984) / “Presupuestos, problemas y
desafíos de la Teología de la Liberación.”
Paramillo 5 (1986): 574-580.
También en
La Segunda, Santiago de Chile, jueves 5 de enero de 1984, pp. 15-16;
Tierra Nueva 49/50 (abril-julio 1984): 93-96 / 95-96. Edición digital preparada por Holly Ann Hughes. Marzo de 2004.
4 El
desánimo
de Günther Anders respecto al pacifismo recuerda al de Dennis Meadows
en el campo del ecologismo. Meadows, como se sabe, fue el coordinador
del informe del Club de Roma sobre los
Límites del crecimiento,
el estudio que en 1972 daría el pistoletazo de
salida al movimiento del ecologismo político. Mucho tiempo después, en
una entrevista de 1989, al ser preguntado si aceptaría realizar hoy un
estudio semejante, respondía: “Durante bastante tiempo he tratado ya de
ser un evangelista global, y he tenido que
aprender que no puedo cambiar el mundo. Además, la humanidad se
comporta como un suicida, y ya no tiene sentido argumentar con un
suicida una vez que ha saltado por la ventana” (
Der Spiegel, nº 29, 1989, pág. 118.
5 Günther
Anders,
Llámese cobardía a esa esperanza, Besatari, Bilbao, 1995.
6 Cfr.,
en castellano,
Nosotros, los hijos de Eichmann y
Más allá de los límites de la conciencia, Paidos. La obra más importante de Günther Anders es
Die Antiquierheit des Menschen.
7 La
fiebre del coltan (Ramón Lobo, Diario
El País, domingo, 2 de septiembre de 2001).
8 Franz
J. Hinkelammert (Berlín, 1931), economista y teólogo de la liberación,
ganador del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2005 del Ministerio
de Cultura de la República Bolivariana de Venezuela, con su libro
El sujeto y la ley. El retorno del sujeto reprimido,
Euna, Costa Rica, 2005.
9 Algunas
referencias para el seguimiento del tema:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=43604 /
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=43581 /
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=44188
10 Quizá
resulte interesante la siguiente entrevista con un comandante
colombiano del ELN, guerrilla que se reclama heredera del pensamiento
del sacerdote pionero de la teología de la liberación, Camilo Torres:
Cuatro
intelectuales españoles se reúnen con el Ejército
de Liberación Nacional de Colombia (Santiago Alba, Carlos Fernández
Liria, Belén Gopegui y Pascual Serrano entrevistan a Milton Hernández,
comandante del ELN) Cfr.:
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=9100
11 Anders,
G.:
Nosotros, los hijos de Eichmann, Paidós, Barcelona, 2001, pág. 92.
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